Hay algo reconfortante en no saber.
En mirar una disciplina, una herramienta o una costumbre con la mirada limpia, sin el peso de lo que se supone que es o debería ser. La ignorancia, tan denostada, suele ser un punto de partida para crear algo interesante.
Pienso en las primeras veces que me he enfrentado a algo completamente nuevo: una ciudad, un idioma, una receta, un producto digital. Al principio no hay reglas, ni atajos, ni advertencias. Solo la curiosidad y la torpeza, ese dúo inseparable. Y es precisamente ahí, cuando la experiencia no te ha domesticado, donde aparece la posibilidad de hacer las cosas de otra manera.
La actitud naïf —esa mezcla de ingenuidad y desparpajo— es la que permite saltarse los caminos trillados. Es la que te hace preguntar en voz alta lo que todo el mundo da por sentado. Es la que te lleva a probar combinaciones absurdas, a ignorar el “esto siempre se ha hecho así”, a encontrar belleza donde otros solo ven error.
Hace un tiempo, mi compañera Iria y yo, después de probar muchas recetas pre-establecidas, decidimos hacernos los tontos. Experimentar y adoptar una actitud ingenua frente a la ingeniería de prompts. El mundo de la IA está lleno de gurús que prometen la receta infalible para escribir el prompt perfecto, como si existiera tal cosa. Pero la realidad es mucho más caótica y, por eso mismo, más interesante. Todo evoluciona tan rápido que cualquier dogma envejece antes de que termines de leerlo.
En vez de seguir instrucciones, decidimos experimentar. Escribimos prompts que consistían en pequeñas historias de usuario con un toque narrativo. Describíamos cómo transcurrían unas horas de trabajo de una persona, sus rutinas, sus frustraciones, las relaciones con sus compañeros y, al final, pedíamos una aplicación que le facilitase el día a día. Así, sin más. Y los resultados fueron sorprendentemente buenos. Dejábamos margen para que Lovable —la herramienta de vibe coding con la que estábamos jugando— nos propusiera funcionalidades que ni siquiera habíamos imaginado. Si hubiéramos seguido el manual, probablemente habríamos acabado pidiendo lo de siempre.
Supongo que en esto la IA tiene ventaja: puede tener todo el conocimiento del mundo, pero vive en una especie de ignorancia emocional permanente. No le preocupa tener “alucinaciones” ni proponer soluciones fuera de lo común. No arrastra prejuicios, ni miedo al ridículo.
La ignorancia no es una virtud en sí misma, pero sí es un terreno fértil. El problema no es no saber, sino dejar de querer aprender. El problema es cuando el conocimiento se convierte en prejuicio, en dogma, en rutina.
Por eso, a veces, conviene olvidar. O al menos fingir que no sabemos. Mirar con ojos nuevos. Hacer preguntas tontas. Atreverse a mezclar lo que no se debe mezclar. Porque solo desde ahí, desde ese pequeño abismo de no saber, es posible inventar algo distinto.
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