Era una mañana de abril de 2003, las luces del Maria am Ostbahnhof parpadeaban con esa cadencia hipnótica que caracteriza a los locales berlineses donde la noche se estira como un chicle. Habíamos llegado temprano para la prueba de sonido, cuando aún quedaban rastros de la jornada anterior pegados a las paredes. El backstage era de color rojo y estaba decorado con sofás de cuero y cuadros de pintura al óleo representando escenas pornográficas. El aire conservaba esa densidad particular de los espacios que han sido testigos de demasiadas historias.

Al terminar la prueba de sonido y dejar todo preparado para el concierto de esa noche me dirigí al WC. Allí, entre azulejos que habían perdido su blancura original y grafitis multilingües que se superponían unos sobre otros, fue donde conocí a un chico mexicano que estaba limpiando los sanitarios. No recuerdo exactamente de qué empezamos a hablar —quizás del frío berlinés, o de la extrañeza de encontrarse con otro hispanohablante en ese lugar—, pero la conversación fluía con esa naturalidad que a veces surge entre desconocidos. Fue después de un rato, cuando ya había perdido la noción del tiempo en aquella conversación inesperada, que me dijo con orgullo que era fotógrafo. Así era como él se definía. Entonces todo cambió: sus manos, curtidas por el detergente y los productos químicos, comenzaron a gesticular describiendo encuadres invisibles, hablaba de composición y de luz natural con una desenvoltura que contrastaba extrañamente con la meticulosidad con la que había estado limpiando momentos antes, mientras el eco de nuestras voces rebotaba contra las paredes húmedas.
La paradoja era evidente: su identidad habitaba en un territorio completamente distinto al de sus circunstancias.
Esta escena me regresó años después, cuando leí en «Leadership is an Art» una anécdota que resonó con la fuerza de un eco inesperado. Max De Pree, quien fuera CEO de Herman Miller, relata una historia que su padre le contó:
«My father, being a young manager at the time, did not particularly know what he should do when a key person died, but thought he ought to go visit the family. He went to the house and was invited to join the family in the living room. There was some awkward conversation—the kind with which many of us are familiar. The widow asked my father if it would be all right if she read aloud some poetry. Naturally, he agreed. She went into another room, came back with a bound book, and for many minutes read selected pieces of beautiful poetry. When she finished, my father commented on how beautiful the poetry was and asked who wrote it. She replied that her husband, the millwright, was the poet. It is now nearly sixty years since the millwright died, and my father and many of us at Herman Miller continue to wonder: Was he a poet who did millwright’s work, or was he a millwright who wrote poetry?»
La pregunta de De Pree trasciende lo anecdótico para instalarse en el corazón de cómo concebimos la identidad humana y, por extensión, cómo organizamos nuestras expectativas sociales y laborales. ¿Era mi conocido del Maria am Ostbahnhof un fotógrafo que limpiaba baños, o alguien cuya esencia se definía por la limpieza que ocasionalmente capturaba imágenes? La respuesta revela más sobre quien pregunta que sobre quien es preguntado.
Solemos organizarnos socialmente desde la necesidad de definirnos en términos claros y estables. Como explica Yuval Noah Harari en su libro «Nexus«, los sistemas burocráticos —educativos, corporativos, administrativos— requieren por su propia naturaleza categorización y sistematización para poder funcionar. Sin embargo, la experiencia humana es naturalmente polifacética. Cada individuo lleva consigo un conjunto de experiencias, habilidades y perspectivas que raramente encajan perfectamente con las descripciones formales o las expectativas institucionales.
Ed Catmull, en «Creativity, Inc.«, desarrolla una idea fundamental: los puntos de vista diferentes no son competitivos, sino aditivos. En una cultura organizacional verdaderamente sana, las personas deben poder expresarse libremente y enriquecer la empresa con su individualidad personal. La diversidad que realmente importa no es solo la que se puede categorizar fácilmente —género, etnia, edad—, sino esa diversidad más sutil y profunda que reside en las experiencias vividas, en las conexiones inusuales que cada mente ha establecido a lo largo de su existencia particular.
El fotógrafo mexicano podría haber aportado perspectivas únicas a cualquier proyecto creativo si hubiera existido un contexto que valorara esa intersección particular de experiencias. Un líder verdaderamente efectivo —siguiendo la línea de pensamiento de De Pree y Catmull— no es quien mejor categoriza y controla a su equipo, sino quien mejor reconoce y cultiva el potencial latente que cada persona lleva consigo.

Quizás el desafío más profundo al que nos enfrentamos, tanto como individuos como sociedad, es desarrollar la capacidad de ver a las personas en su totalidad, de reconocer que detrás de cada función aparente existe un universo de posibilidades. Esto no es solo una cuestión ética, sino también de inteligencia práctica. En un mundo cada vez más complejo e interconectado, las soluciones más innovadoras tienden a emerger de la intersección de disciplinas y experiencias aparentemente dispares.
El Maria am Ostbahnhof cerró sus puertas hace años. Pero la lección que aprendí en sus baños permanece: cada encuentro humano es una oportunidad de reconocer la complejidad del otro. El fotógrafo mexicano, dondequiera que esté ahora, sigue siendo ambas cosas a la vez y muchas más que probablemente nunca llegaré a conocer.
En un mundo que nos presiona constantemente para definirnos en términos simples y estables, mantener viva esa multiplicidad interior es, quizás, el acto más revolucionario que podemos realizar. No como una forma de resistencia, sino como una manera de honrar la riqueza de la experiencia humana y de crear posibilidades. La pregunta de De Pree permanece abierta, y es en esa apertura donde reside su poder transformador. Porque al final, hay personas que son poetas que hacen trabajo de fresadores, o fresadores que escriben poesía —y la belleza está en no tener que elegir.
Esta perspectiva también es fundamental para quienes se relacionan con empresas y organizaciones, ya sea como clientes, proveedores, inversores o colaboradores. Comprender lo que aporta una cultura empresarial poliédrica —una que reconoce y cultiva la multiplicidad de sus integrantes— permite apreciar el valor diferencial que surge cuando las organizaciones abrazan la complejidad humana en lugar de simplificarla. Estas empresas no solo generan mejores resultados, sino que contribuyen a crear un tejido social más rico y adaptable.
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El concierto bien, sold out si no recuerdo mal.
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Escrito con ayuda de un asistente IA para documentación y entrenado con mis textos previos.