Cuando los avatares mienten

Hay algo profundamente inquietante en la perfección de los nuevos avatares digitales. Cada gesto calculado, cada parpadeo sincronizado, cada sonrisa que llega en el momento exacto… son tan convincentes que casi olvidamos que estamos siendo engañados.

Adolf Loos tenía razón cuando decía que «el ornamento es delito», el pretender que un objeto o un edificio fuera algo que no era. Un siglo después, sus palabras resuenan en nuestras pantallas.

Los avatares hiperrealistas operan bajo la misma lógica que el papel pintado que imita ladrillo o los azulejos de plástico que simulan cerámica. Nos venden la idea de que la apariencia es más importante que la sustancia, que la ilusión es preferible a la realidad auténtica. Pero mientras el linóleo falso solo engaña a nuestros ojos, estos avatares manipulan algo mucho más íntimo: nuestra capacidad de confiar en lo que vemos y sentimos.

La promesa es seductora: «eliminaremos las barreras de lo artificial para crear conexiones más naturales». Pero ¿qué tipo de conexión puede surgir cuando una de las partes no es lo que pretende ser? Es como construir una casa sobre cimientos de arena y esperar que sea sólida.

Existe un fenómeno psicológico llamado «valle inquietante» que describe nuestra reacción instintiva ante lo que es casi humano pero no completamente. Es esa sensación incómoda que experimentamos cuando algo se acerca peligrosamente a ser real sin serlo del todo. Nuestro cerebro detecta la impostura, incluso cuando no podemos identificar exactamente qué está mal. El valle inquietante es el de la desconfianza.

Esta respuesta no es un fallo de diseño de nuestra psicología; es una característica de seguridad. Nos protege del engaño, nos mantiene conectados con la realidad. Cuando creamos avatares que intentan burlar esta defensa natural, no estamos mejorando la comunicación; estamos erosionando nuestra capacidad de distinguir entre lo real y lo fabricado.

La historia digital nos ha enseñado algo valioso. Durante años, nuestras interfaces imitaron objetos físicos: carpetas que parecían carpetas reales, botones que simulaban botones físicos. Pero maduramos. Aprendimos a preferir diseños que celebraran su naturaleza digital en lugar de negarla.

Los iconos planos, los colores vibrantes, las animaciones imposibles en el mundo físico: todo esto representó una liberación. Descubrimos que podíamos crear belleza sin mentir sobre lo que éramos. ¿Por qué no aplicar esta misma sabiduría a nuestros avatares?

Los defensores argumentan que estos avatares nos ayudan a conectar mejor, que la familiaridad del rostro humano facilita la comunicación. Y en ciertos contextos, quizás tengan razón. En terapia, donde la confianza es crucial, o en educación, donde la conexión motiva el aprendizaje, el beneficio podría justificar la ilusión.

Pero en la comunicación cotidiana, en las relaciones comerciales, en los espacios donde la autenticidad importa, estamos pagando un precio demasiado alto por esta comodidad artificial. Estamos normalizando el engaño, acostumbrándonos a no poder confiar en lo que vemos.

Imaginemos avatares que celebren su naturaleza digital. Representaciones que cambien de forma según el contexto, que usen colores imposibles para transmitir emociones, que exploren las posibilidades únicas del medio digital. No sería menos efectivo; sería diferente. Y en esa diferencia podríamos encontrar nuevas formas de expresión.

Los asistentes de voz que suenan claramente artificiales a menudo generan más confianza que aquellos que intentan imitar voces humanas imperfectas. La honestidad funciona. Cuando algo es transparente sobre su naturaleza, podemos relajarnos y enfocarnos en lo que realmente importa: la función, la utilidad, la conexión genuina.

Al final, la cuestión de los avatares hiperrealistas es una pregunta sobre nosotros mismos: ¿qué tipo de relación queremos con nuestra tecnología? ¿Preferimos ser engañados cómodamente o participar conscientemente en nuevas formas de comunicación?

Cada vez que elegimos la simulación perfecta sobre la honestidad digital, estamos decidiendo qué tipo de futuro queremos habitar. Un mundo donde la apariencia importa más que la sustancia, donde la comodidad vale más que la verdad.

Pero podríamos elegir diferente. Podríamos crear herramientas que nos ayuden a ser más auténticamente humanos, no menos. La honestidad no tiene por qué ser menos bella que la ilusión. A veces, es mucho más poderosa.

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