Mi primer viaje a China fue hace unos 20 años, sin Google Maps, sin traductores y con una barrera cultural y lingüística salvaje… así que hace poco volví para refrescar mis recuerdos distorsionados y presenciar le evolución tecnológica que ha sufrido el país. De forma completamente aleatoria, navegando por Google Maps descubrí Chongqing. Una ciudad que me ha parecido fascinante, y no sólo por la explosión de sabor de la pimienta de Sichuan y su estética cyberpunk.

Aterricé en la ciudad esperando encontrar una megalópolis cyberpunk… y así fue. La orografía montañosa ha obligado a la ciudad a crecer en vertical. Los edificios trepan por las laderas, los puentes conectan edificios a alturas vertiginosas… los ascensores y escaleras mecánicas son infraestructura, no lujo.
Por las noches, los neones tiñen de azul y magenta las fachadas. Las pantallas LED proyectan publicidad que se confunde con arte digital. Es un escenario de Blade Runner materializado a las orillas del Río Yangtsé..
Los destellos de los edificios te obligan a mirar hacia arriba. Es su función: dirigir la mirada hacia la promesa, hacia el futuro luminoso. Es la mano derecha del ilusionista, la que todos observan mientras hace sus trucos con la izquierda. Pero cuando bajas la vista la narrativa se fractura.
Por fuera, lo visible es espectacular. Todo brillo, todo promesa. El problema empieza cuando arañas la superficie. Tras la piel de LED encuentras interiores de mala calidad, sucios, rotos..
Y la realidad a pie de calle también es otra. Aceras destrozadas, pavimento agrietado… y una pobreza que ocupa un nivel visual que los rascacielos hacen que ignores.

Vistas en Linhua Road.
La semana que estuve allí se inauguró la estación de tren más grande del mundo. Pero de qué sirve cuando el urbanismo salvaje impide que cualquiera con una pequeña discapacidad pueda desplazarse por la ciudad. Escaleras interminables, desniveles sin rampa. El futuro, aparentemente, no contempla a todos.
Los barrios antiguos de Chongqing prometen algo diferente. Sus estructuras de madera, sus faroles rojos, sus techos curvos ofrecen un contraste con la modernidad de cristal. Son los escenarios que las cámaras buscan para capturar ‘la verdadera China’.
Cuando entras en estos barrios ‘preservados’, la ilusión se desvanece. Lo que parecía conservación patrimonial resulta ser otra operación de mercantilismo. Los edificios antiguos se han convertido en caparazones que contienen centros comerciales al aire libre. Las viviendas clásicas son fachadas de cartón piedra que albergan franquicias, tiendas de souvenirs genéricos…
La rehabilitación no ha consistido en restaurar. Ha consistido en convertir la historia en mercancía, el patrimonio en decorado, la memoria en producto de consumo.
Se mantiene la fachada tradicional para tranquilizar al turista que busca autenticidad, pero se elimina cualquier rastro de vida auténtica. Lo que queda es un simulacro perfectamente instagrameable pero fundamentalmente muerto.

Pareja en el barrio de Shibati.
Pero lo más revelador no son los edificios. Es observar cómo esa misma lógica de la fachada se replica en las personas.
Jamás había visto un paisaje tan saturado de gente haciéndose selfies. Chicas y chicos jóvenes, adultos, ancianos… todos los estratos socioeconómicos forman parte de esta coreografía colectiva, obsesiva, casi ritual. Trípodes desplegados frente a cada escenario instagrameable. Miles de fotografías en ráfaga. Poses ensayadas.
Los más pudientes contratan fotógrafos profesionales que los abordan junto a los monumentos, tablets en mano, mostrando sus portafolios. El servicio promete una versión mejorada de ti mismo, una imagen que supere la realidad de quien eres.

Un joven posando para una fotógrafa, rodeados de personas haciéndose fotos en el edificio Baixiangju.
La lógica es idéntica a la de los rascacielos: construir una superficie deslumbrante mientras el suelo sobre el que te sostienes permanece invisible. Ya sean pantallas LED cubriendo edificios o cuerpos intervenidos quirúrgicamente. La imagen se convierte en identidad. La narrativa personal replica la narrativa nacional.
La instagramer Lea.Unveilchina publica:
«La Gen Z china ya no admira tanto a Occidente. Ahora piensan que es China quien es más avanzada.»
La narrativa está funcionando. Generaciones enteras han crecido rodeadas de esta arquitectura del espejismo. Han internalizado la ecuación: altura equivale a progreso, brillo equivale a modernidad, fachada equivale a esencia.
Si la fachada es suficientemente convincente llega un momento en que la distinción entre apariencia y realidad se disuelve.
Hay algo profundamente humano en el deseo de proyectar una imagen mejorada de uno mismo. Todos participamos de esa pulsión. Pero existe una diferencia entre cultivar una identidad y construir una fachada. La primera implica coherencia entre lo que se muestra y lo que se es. La segunda es pura superficie, brillante pero frágil, espectacular pero hueca.
Las fachadas funcionan: la narrativa se construye ladrillo a ladrillo, píxel a píxel, selfie a selfie. Si diriges la mirada hacia arriba con suficiente insistencia, el suelo agrietado puede permanecer invisible.
Pero también toda fachada tiene un coste. Y ese coste se cobra en la realidad que oculta.
China no está levantando rascacielos y mega infraestructuras. Lo que China construye, con cada línea de tren bala, cada puente imposible, cada ciudad vertical… es una narrativa para posicionarse. Un ejercicio de framing que busca establecer una ecuación simple: China equivale a futuro.

Chicas haciéndose fotos en el edificio Baixiangju.
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Escrito con ayuda de un asistente IA para documentación y entrenado con mis textos previos.